Hoy he encontrado en mi cajón de los relatos uno que había olvidado por completo y me ha parecido interesante, así que aquí lo dejo:
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Llueve. Llueve en silencio.
Sé que llueve porque desde la ventana veo gotitas como alfileres precipitándose en un haz de luz. La noche las absorbe más allá de esa triste farola. Son iguales, pero no son las mismas, cuando cae una, otra distinta la sustituye. Se van tan rápido como aparecieron. Apenas hay un instante en el que están allí y, al segundo, o antes, has de olvidarla (y la olvidas) porque hay una más en su lugar. Y otra, y otra, y otra… No te da tiempo a pensar.
Mírate, hoy te vas.
Ayer estabas aquí: sonreías, reías conmigo; el mundo era nuestro y no había nada fuera de nuestro alcance. Eso era ayer y hoy… Hoy haces el equipaje y mascullas una disculpa, entre dientes, como si quisieras disimular el sabor amargo en el paladar. Casi quiero que te vayas de una vez.
Aquí, puedes disfrazar un poco la aspereza, hasta el desamor si quieres; todo queda entre tú y yo… pero nunca te pondrías ese disfraz por la calle, solo, ante los ojos del mundo. Eres otra cara triste en el metro, reconócelo. O allí, en el café, en esa mesa solitaria del fondo… ¿no desearías volver atrás un día en el tiempo o no te preguntas que hubiera sido si…?
Hipócrita. Ayer el subjuntivo era un modo prohibido; la irrealidad para otros. ¡Si nosotros ya lo teníamos todo! Sin embargo, hoy ya no era suficiente. Yo no era suficiente y te diré un secreto: nadie –ni nada –lo es.
No es culpa tuya. Estamos hechos así. Corazón inquieto llaman a ese defecto de fábrica. Quiero, quiero, quiero y ‹‹más justo, más libre, más bello, más grande, más y mejor››. El deseo de más no nos cabe en el pecho y vamos dando tumbos de un lado para otro con afán de probar: ‹‹a ver si... ››. Somos una perpetua búsqueda de infinito (un tanto infructuosa, por cierto).
La gente, los amigos, conocidos y demás viajeros e invitados vienen y van, entran y salen de nuestra vida, luego vuelven; en ocasiones, se esconden por un tiempo para después salir del agujero, pasan a saludar y a veces, ni te acuerdas de que están o de que estuvieron. Es así de fácil.
Y es tan difícil. En este momento es duro porque todavía no te has ido. Te miro moverte y en mi fuero interno suplico para que cambies de opinión, como las gotitas de rocío que reposan sobre las hojas de las plantas, los pétalos de las flores, y el césped por la mañana o las que cuelgan de los árboles, chiquitinas y brillantes. Sin embargo, mucho me temo que tampoco ellas duran mucho más.
Ojalá algo permaneciera en este mundo de continuos cambios. Y ojalá decidieras quedarte ahora donde estás. Porque, aunque puedas parecer igual que aquel venga en tu lugar… nunca será lo mismo. Nunca serás tú. No encontraré a otro tú vaya a donde vaya y es de ti de quien estoy enamorada.
Ahora, me paro a pensar… ¿Por qué no puede durar el amor para siempre?
–Qué silenciosa la lluvia. –Comento a media voz.
–¿Está lloviendo?
–Sí.
–Vaya… ¿Sabes por qué lo hace en silencio? –Por un momento, se te ilumina la mirada.
Sentada sobre el sofá, descruzo los brazos y se me escapa la sonrisa por las comisuras de la boca y me puede la curiosidad, expectante:
–¿Por qué?
–¡Porque le tiene miedo a los paraguas! Y si la gente no la escucha, sale a la calle sin ellos.
¿Te das cuenta? Eso solo lo podrías haber dicho tú… Me dan ganas de reír y llorar a la vez.
–Nada más y nada menos –respondo, sin disimular la ironía. Sin embargo, tengo que añadir: –¿Y eso por qué? ¿Por qué la lluvia teme los paraguas?
–Porque los paraguas son unos cantamañanas. Te pondré un ejemplo. A ti, que te gusta tanto Audrey Hepburn… ¿qué hubiera sido del final de Desayuno con diamantes si la protagonista hubiera salido a por Gato con paraguas? ¿No estaba increíble totalmente empapada?
–Ya veo… O sea que la lluvia, si no moja, no tiene ni pizca de gracia ¿no?
–Eso es. Qué bien me entiendes.
De repente, me da la sensación de que el tiempo se detiene por un momento y tu pupila se dilata, como si hubieras caído en la cuenta de algo. Entonces, ese momento se da a la fuga, y el reloj de pared nos despierta con su tick-tack. Vuelves a ponerte serio y a buscar tu ropa de forma frenética, con prisa y apurado. Vaya por Dios. Y yo que creía que había conseguido retenerte.
–Aquí estás –murmuras mientras sacas un calcetín de debajo de la cama.
No cuela: tú lo que buscas no es un calcetín. Buscas decir algo que arregle lo que dejas atrás y que te ayude a salir pitando, a salir del paso. Cobarde, que eres un cobarde. Claro que ni sabes la de cosas que pienso y no te digo desde que decides marcharte hasta que te vas. Al final, la cobarde seré yo.
Cierras la maleta por fin. Te levantas, te atusas el traje, nervioso. Te diriges a la puerta con paso apresurado. Yo, a todo esto, me doy cuenta de que no he movido un dedo desde que te has puesto en pie; ni tengo fuerzas, pero no te voy a ahorrar el trago, amigo, así que hago un esfuerzo para levantarme a despedirte:
–¿Ya te vas?
–Ya me voy.
–Te acompaño a la parada.
–No hace falta.
–Claro que sí.
–Bueno… ¿No coges el paraguas?
–No tiene gracia si no me mojo.
Sonrisa forzada y suspiro.
–Claro.
Salimos. La escalera está a oscuras, pero a ninguno nos apetece encender la luz; así que bajamos, callados, hasta la planta baja. Desembocamos en el vestíbulo, lleno de espejos. Bajo la luz tenue, hay dos tús y dos yos, y los cuatro tenemos cara de circunstancias. Me apresuro a girar el pomo de la puerta principal y te dejo salir, como un señor.
Paseamos el uno al lado del otro por la calle y entre paso y paso, las lágrimas se me agolpan en los ojos. Llegamos a la parada y aunque me quedo tiesa junto a él, aparto la mirada, como si fuera yo la que estuviera ansiosa porque llegara el autobús.
–Te estás empapando. –Es él el que rompe el silencio.
–Como Audrey Hepburn.
–Deberías haber cogido el paraguas.
–¿Quién soy yo para asustar a la lluvia?
–Eso solo fue una tontería mía; no deberías haberme hecho caso.
–Ya, bueno, pues ya está hecho ¿vale? –replico de mal humor –. Ni te digo la de cosas que tú no deberías haber hecho.
–¿Ah, sí? –Uy, parece que he tocado la fibra sensible –¿Cómo qué?
Su tono es burlón, pero deja entrever cierto enfado.
–Como hacer promesas y luego, marcharte, a primera de cambio.
–Yo no te he prometido nunca nada.
–No que tú sepas.
–¿Cuándo he hecho promesas yo?
–Me invitas un día a una copa, después, a cenar. Salimos un par de veces. Pasas a ser mi novio. Me dices que me quieres. Me presentas a tus padres ¡Yo qué sé! ¿No hay una promesa implícita en todas esas cosas? Un día, se te cruzan los cables y sin más explicación, se acabó, te piras a quién sabe dónde…
–A Frankfurt.
–¡Como si es a la Conchinchina!
Y sin haberlo planeado, ya estoy subiendo la voz y las primeras lágrimas se han hecho paso a través de mis pestañas y me surcan la cara. Tal vez no se note, con lo que está lloviendo. Si no, ¡a la porra el orgullo!
–Según tú, entonces, yo no debería haber hecho ninguna de esas cosas aunque las sintiera.
–No, no si luego me las vas a quitar todas de un plumazo. No todo en este mundo en sentimiento, ¿sabes?No se puede ir por ahí, haciendo uno lo que siente sin más. Hay responsabilidades. Hay… personas que también sienten cosas.
–Mira, estás enfadada y lo entiendo, pero no es culpa mía ¿vale? Yo no quería que esto fuera así.
–Ni tú ni nadie.
Me quito las lágrimas de la cara con la mano derecha y le miro con tristeza.
–De todas maneras, te deseo lo mejor –¿Qué clase de frase hecha y vacía es esa? ¿Hola? Te estoy desnudando mi alma aquí delante, estoy poniendo las cartas sobre la mesa y qué me dices tú… ¿Qué me deseas lo mejor? –. Que tengas suerte.
Esto es un adiós y lo demás son tonterías.
Me quedo muda y con una ridícula media sonrisa trazada en la cara. El autobús ha llegado, aparca y abre las puertas. A ti te cambia un momento la cara y susurras en un hilo de voz casi inaudible:
–Estás fantástica bajo la lluvia… ¿sabes? Mejor que Audrey Hepburn.
Mentiroso.
–El truco está en la elegancia natural –miento yo también, ya que estamos.
Sonríes con todos los dientes y me siento a punto de derrumbarme. Yo no soy capaz de sonreír; sin embargo, tú has pasado página y vas a reunirte con tu destino. En cambio, es demasiado tarde para mí... es demasiado tarde para echar atrás. Ya me he mojado, me he mojado de pies a cabeza. El autobús parte y te lleva consigo, pero una parte de mí, nunca te dejará ir.